lunes, 14 de noviembre de 2016




SENTADA EN LA SILLA DE UN BAR

Sentada en la silla de un bar
hoy decido no hablar de vos
sino de quién tengo más cerca
es decir, voy a hablar de mí
hablar de mí
 es abandonar
definitivamente
 el bienestar
no hay ser más inseguro
que ese yo
que soy
la inseguridad se trasviste
de miedo
pero asoman los pelos
del pecho entre los botones de la blusa
es incertidumbre
lo que habita mi yo
una pequeña historia
aún no contada
por miedo no
no es miedo
es perplejidad
la máscara japonesa
desborda de misterio
soberbia sonríe
yo está a la espera que la máscara
resbale de mis dedos y estalle
en mil perfectos
triángulos blancos
el yo desesperado
al verme desnuda
blanda
blanca
redonda
perfumada de vainilla
un circuito de lunares en la espalda
con sabor a mentitas
si la propuesta es hablar de mí
yo jamás nos entenderemos
 oleaje  gigante
que agita el corazón
yo habla de asteroides
estrellas estalladas
en otro siglo
mí cansado.
¿yo liberado?
es tarde para la libertad
mejor le sienta al yo la serenidad del sillón
me levanto de la silla
del bar doy la propina
y mi mirada gana la calle
antes que yo
lo nuevo que más me gusta
es saber que me esperás
mi corazón es un triángulo
perfecto
que sólo
puede perdonar

mirta castaño 2016



I
me dejó, dijo, y me sorprendió:
ella sólo decidió irse
con sus amigos
me dejó (parecía una expresión de deseo)
sus carnes blancas
y sus ojos azules me tienen atrapado
no encuentro el modo de escaparme
-sufre como un preso
en Marcos Paz-
me dejó, dijo, y se quebró
-como si él careciera de voluntad
como si viviera por inercia
nada
más-




Cuando pienso en cómo escribiré mi autobiografía me  veo sentada a mis anchas  en una silla, mi imaginación volando  a pesar que la silla  es sólo una silla sin embargo también será la isla que me acogerá tibia  otorgándome la paz necesaria para escribir. Lo primero sobre lo cual me explayaré holgadamente estoy segura, es sobre los miedos; mejor dicho sobre mis miedos, los que me dejó mi padre en  herencia legítima, mi padre el turco dueño del almacén. La riqueza de mi padre no tenía límites, lo recuerdo muy bien. Cuando niña lo veía cerrar cajones, abrir cajones, subir cajones, bajar cajones, con una maestría sin igual. Padre siempre trabajó en el almacén y aunque él era el dueño, también realizaba la entrega de los pedidos. Yo lo miraba prepararlos con gran esmero y rapidez.
Sin embargo entre las estanterías, detrás del mostrador, apoyado en la antigua registradora, Padre entornaba sus grandes ojos negros de turco e intuía el ritmo de la existencia y sabía traducir esos acordes en  hermosas canciones que el mismo Lennon hubiera envidiado.

Los miedos de mi padre hacían que sólo yo las escuchara.